resiste se construye El fruto. El texto de Patricia Suárez, con la dirección de Corina Fiorillo, nos insta a reflexionar desde el hoy sobre un pasado ni tan lejano ni tan ajeno. Allí, en los años cuarenta, cuatro mujeres en el interior de una casa de pueblo develan sus secretos y sus miedos. Afuera están “los hombres”, adentro, el reflejo y la fantasmagoría que cada una de ellas construye según los propios sentimientos, experiencias y enseñanzas del buen ser una señorita o una dama.
Petrona (Rabel Albéniz) tiene una hija, Rita (María Forni). El conflicto se desata cuando Bertina (Eugenia Lemos), una clásica coqueta de milonga, le pide a Rita que intervenga ante su madre para que la ayude para hacerse un aborto. A su vez, Felisa (Stella Brandolín), tía de Rita y hermana de Petrona, se presenta con toda la soltura de una mujer que se cree de mundo en un pueblo pequeño.
La puesta es sencilla. Sin embargo, en cada prenda y objeto de los que se disponen en escena -desde los manteles hasta el bordado, pasando por las latas de botones, la panera repleta, los zapatos arañados por el uso- se condensa un viaje hacia ese tiempo de abuelas y canesú en el que autora y directora se inspiraron.
No es menor el hecho de que la obra esté dedicada a las abuelas, tal vez en cierta forma a todas ellas, de quienes no sólo se recupera el nombre, sino también el apellido y los sueños, las voces y los pasos que se resisten al arrastre de la marea del tiempo. Escuchar en presente un recuerdo, el de aquéllas en aquellos años, es un desafío que se disfruta y hace pensar.
jueves 16 de octubre de 2008 | Petrona (Rabel Albéniz) tiene una hija, Rita (María Forni). El conflicto se desata cuando Bertina (Eugenia Lemos), una clásica coqueta de milonga, le pide a Rita que intervenga ante su madre para que la ayude para hacerse un aborto. A su vez, Felisa (Stella Brandolín), tía de Rita y hermana de Petrona, se presenta con toda la soltura de una mujer que se cree de mundo en un pueblo pequeño.
La puesta es sencilla. Sin embargo, en cada prenda y objeto de los que se disponen en escena -desde los manteles hasta el bordado, pasando por las latas de botones, la panera repleta, los zapatos arañados por el uso- se condensa un viaje hacia ese tiempo de abuelas y canesú en el que autora y directora se inspiraron.
No es menor el hecho de que la obra esté dedicada a las abuelas, tal vez en cierta forma a todas ellas, de quienes no sólo se recupera el nombre, sino también el apellido y los sueños, las voces y los pasos que se resisten al arrastre de la marea del tiempo. Escuchar en presente un recuerdo, el de aquéllas en aquellos años, es un desafío que se disfruta y hace pensar.
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