Los dobleces

La directora Corina Fiorillo logra, en su versión de la obra El Fruto de Patricia Suárez, un justo equilibrio entre una calida mirada al pintoresquismo pueblerino, y el desarrollo de una tragedia sórdida. Fiorillo sin traicionar el micro-mundo de los personajes, los saca del simplismo arquetípico, y les otorga a cada uno de ellos variadas facetas que hacen más rica la trama urdida por la autora.
De esta manera las costumbres, los giros idiomáticos y las cadencias al hablar, que en un primer momento causan una calida gracia, van cobrando otro espesor, transformándose en los materiales con que se construye un universo de mentiras e hipocresías.
La idea espacial que se propone es otro acierto, ya que el espectador se siente inmerso en ese mundo, a la vez que le permite observar hasta el mínimo detalle, como miran, respiran, hablan o callan los personajes, creando una fuerte relación entre la escena y el público.
Las actuaciones son muy buenas: Raquel Albéniz entrega múltiples matices (hasta se permite, en un “tempo” perfecto, cierto rompimiento) estableciendo variadas y particulares relaciones con cada uno de los personajes; María Forni transita con furiosa dulzura los vaivenes que le impone la pieza; Stella Brandolín, en cada una de sus intervenciones, quiebra y reconstruye climas; y Eugenia Lemos muestra, con buenos elementos, su brutal entrada al mundo de los desengaños.
A la idea espacial que ya he hablado, hay que agregar el acierto en la puntillosa elección de los elementos que se utilizan en la obra, y el estupendo vestuario que ubica época, lugar y clase social de los personajes. Ambos rubros se encuentran a cargo de Solange Krasinsky.
El diseño de luces de Edgardo Dib, por momentos es calido y envolvente, y en otros expone sin concesiones.
Ver El Fruto, es inmiscuirse en el otro lado de las apariencias.

Gabriel Peralta - Crítica Teatral 11-9-2008 - www.criticateatral.com.ar

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